José Manuel Beiro, Letrado de la Administración de Justicia
A lo largo de las últimas dos décadas, y cada año con más insistencia, el panorama asociativo y sindical de los servidores públicos del sector público de la justicia española, ya sea en el ámbito del Poder Judicial, en el de la carrera Fiscal, en el de los Letrados de la Administración de Justicia o en los cuerpos generales de funcionarios al servicio de la administración de justicia, se ha visto progresivamente inclinado hacia la llamada unidad de acción asociativa o sindical.
En esta creciente práctica de política asociativa y sindical, todas las organizaciones representativas de un determinado ámbito profesional unen su nombre o ponen su sello para un propósito determinado: emitir un comunicado público, reivindicativo o de opinión, convocar acciones de protesta o bien medidas de conflicto colectivo laboral.
Para una persona ajena a la justicia, un ciudadano de a pie que observe el espectáculo, éste puede resultar moralmente impecable, además de obviamente lícito y hasta saludable. ¿Qué otro escenario puede ser más ideal que aquel en diversas organizaciones unen sus esfuerzos para lograr un objetivo común por encima de sus diferencias, orientaciones o perspectivas? La tradicional diversidad entre organizaciones progresistas, conservadoras, ni progresistas-ni conservadoras, independientes, puramente corporativas, declaradamente sectoriales, finalistas o de cualquier otro tipo imaginable se ve así desbordada por la magia de la unidad.
Una cálida oleada de fraternidad profesional invade entonces al colectivo funcionarial de que se trate, satisfaciendo lo que era el clamor de las bases: ¿por qué no nos unimos todos y todas los y las jueces y juezas, fiscales y fiscalas, letrados y letradas, funcionarios y funcionarias para reclamar conjuntamente nuestra exigencia equis, para protestar contra la reforma legislativa zeta, o para protestar ante las inaceptables declaraciones del señor o señora ka?
El estudio, cuantificación y sistematización de los factores que han estado contribuyendo a este fenómeno bien podría ser abordado por un interesante y extenso trabajo sociológico político. A grandes rasgos, cualquier repaso de la actividad asociativa o sindical de los últimos cuatro o cinco lustros nos permite reconocer con facilidad dos de ellos:
1. El desprestigio de la participación pública asociativa o sindical, considerada por una presunta opinión general como un medio personal de trepar o de conseguir prebendas individuales, o bien como una actividad inútil que “no sirve para nada”.
2. El auge de la cosmovisión corporativista, que antepone el ser del servidor público por encima de su función, de su vinculación ontológica a la misma. Antes que servir a la sociedad y aceptar las limitaciones constitucionales y normativas derivadas de la función pública, antes que todo eso está mi plaza, que me he ganado con mi esfuerzo, momento desde el cual soy tal o cual cosa, y lo soy por completo, sin matices, las veinticuatro horas del día, y además me merezco todos los beneficios laborales y profesionales posibles en la máxima cantidad y proporción, y con preferencia a cualquier otro sector social.
Partiendo de estas premisas, cualquier persona puede comprobar en un simple repaso o búsqueda “internáuticos”, cómo la unidad de actuación asociativa o sindical se ha utilizado de forma mayoritaria para la reivindicación conjunta de “aquello que nos une por encima de las ideologías”: aumentos de sueldo, oposición a reformas normativas de modernización organizativa y tecnológica que, aun estando dirigidas a la mejora del servicio público, se considera que perjudican el statu quo profesional tradicional que (siempre, no lo olvidemos) estará por encima de todo.
La representación asociativa y sindical, se ha ido de este modo gremializando y materializando, tendiendo a abandonar el mundo de las ideas, a difuminar las diferentes perspectivas de los y las profesionales que las integran en favor de una supuesta despolitización que evite no caer bien en la propia grey corporativa, o quedarse atrás en la competitiva carrera por tener más personas afiliadas o asociadas, participen o no, tengan interés o no, pero cuyo apetito colectivo o social se vea satisfecho por la aplastante lógica mercantil del sindicalismo o asociacionismo de servicios: te pago mi cuota a cambio de que hagas y reclames esto y lo otro. Cualquier actuación, crítica, declaración o comunicación pública que se salga de ese intercambio estará bajo sospecha, irá perdiendo relevancia social, e incluso cierta legitimación en el seno del propio colectivo, será vista más como el pago de un precio o un acto de disciplina ideológico o político, que como una apreciación jurídica o social fundada o razonada.
La pluralidad ideológica, política y social como valor constitucional y rasgo definitorio de una sociedad democrática, se ve poco a poco vaciada de contenido. ¿Para qué tantas siglas? Y una vez conseguida la unidad, si cada año emitimos varios comunicados conjuntos de todas y todos los jueces y juezas, fiscales y fiscalas, letrados y letradas, funcionarios y funcionarias ──¿Por qué no nos unimos en una sola asociación o sindicato cuyo único objeto sea defender nuestros intereses?
Frente a la visión corporativista o gremialista de la representatividad en la función pública del sector justicia, la apuesta participativa democrática debe superar el asociacionismo de servicios o el sindicalismo de servicios, en favor de fórmulas que estén comprometidas con la mejora del servicio público o de la misma sociedad y sus aspectos jurídicos o políticos, desde la perspectiva de quienes interpretan, aplican o ejecutan las normas emanadas de los otros poderes.
Especialmente preocupante sería (o será) la supremacía del pensamiento único corporativista en los y las integrantes del Poder Judicial, pilar esencial de la democracia y garante de nuestros derechos fundamentales, o en los otros cuerpos superiores, como la Fiscalía, o el de Letrados de la Administración de Justicia.
La búsqueda desaforada de la unidad de actuación, la unidad de pensamiento, la unidad de intereses, la unidad de objetivos son, a nuestro juicio y en la mayor parte de supuestos, una inocente invocación a las doctrinas totalitarias del siglo pasado que aspiraban a la superación de la conflictividad social y entre clases mediante la instauración del llamado Estado corporativo.
Lo que viene tras la profunda crisis socioeconómica derivada del COVID-19 que está sacudiendo los sectores productivos y de servicios, es un misterio con muy mala pinta. Cómo afectará a las administraciones públicas, especialmente a la de justicia, y a sus necesarios procesos de modernización y adaptación tecnológica, es algo sobre lo que ahora solo podemos especular. En cualquier caso, la democracia española, el avance en las garantías sociales, y el fortalecimiento del estado social y democrático de derecho, necesitan la contribución decisiva y colectiva de los servidores públicos mediante la crítica en su sentido intelectual más riguroso, la formulación razonada de alternativas, el análisis de la vida pública, el debate y la discrepancia. Ese terreno, el del pluralismo ideológico, el de la verdadera independencia intelectual, es, hoy por hoy, incompatible con la sacralización de la unidad de actuación corporativista.
La ciudadanía, ya sea en su versión individual o representada en los poderes públicos, no es ni debe ser considerada directa o indirectamente como un enemigo a batir desde unas supuestas trincheras.